Por: José C. Nieves Pérez
El sol se va despidiendo en el horizonte, mientras la tarde se viste de tonos anaranjados. Desde el campo, siento su cálido abrazo, que me hace olvidar todos mis pesares. La brisa sopla suave y acaricia mi piel, mientras las hojas de los árboles se mecen al compás. El cielo se va tiñendo de un azul profundo, y las estrellas tímidamente empiezan a brillar. Desde aquí puedo ver la ciudad de Mayagüez, con sus luces encendidas como pequeñas luciérnagas. Se escucha el canto de los grillos y las ranas, y el murmullo del río que corre por los montes. Este paisaje me hace sentir en paz, y me recuerda que la naturaleza es mi hogar. Aquí puedo olvidarme del ajetreo de la ciudad, y simplemente disfrutar de la belleza de la creación. Así que me quedo aquí, en el campo mayaguezano, disfrutando del atardecer que me regala este lugar. Con la mente en blanco y el corazón en calma, esperando el amanecer que vendrá a iluminar.